Por Edgar Álvarez
Cuentan los ancianos de Guayubín que, hace muchos años, cuando el pueblo vivía una época de esplendor y orgullo, una misteriosa maldición cambió para siempre su destino.
Por aquel entonces, Guayubín no solo era un lugar de importancia en la región noroeste, sino que sus autoridades soñaban con verlo convertirse en una provincia. Sus calles se llenaban de comercio, fiestas patronales concurridas, y una creciente influencia política. Sin embargo, en medio de ese auge, surgió un conflicto entre los líderes civiles y el sacerdote del pueblo, un hombre sabio pero severo, conocido por su carácter firme y por no callar ante las injusticias.
Se dice que las tensiones entre el padre y las autoridades llegaron a un punto crítico cuando, en un acto de orgullo, algunos funcionarios decidieron ignorar sus consejos y ridiculizarlo públicamente. Herido en su dignidad, el sacerdote subió al púlpito una mañana y, con voz temblorosa pero firme, lanzó estas palabras que quedarían grabadas en la historia del pueblo:
> “¡Guayubín, cantón fuiste y cantón serás! Que nunca se te dé más de lo que te has dado, y que la ambición de los hombres te mantenga atado al pasado.”
Desde ese momento, todo cambió. Las gestiones para elevar a Guayubín a provincia fracasaron una y otra vez. Pueblos vecinos crecieron, consiguieron proyectos, inversiones, nuevas designaciones territoriales... pero Guayubín quedó estancado. Aunque con historia, cultura y gente trabajadora, el pueblo nunca alcanzó el rango que soñaba.
Hasta el día de hoy, algunos aseguran que la maldición sigue viva. Que mientras no se reconozca aquel error y no se repare el agravio al viejo sacerdote, Guayubín seguirá siendo un cantón en la memoria de su pasado glorioso.
Pero otros, más optimistas, creen que las maldiciones solo tienen poder si uno cree en ellas. Y que, con unidad, trabajo y fe, el pueblo puede romper cualquier maldición, incluso la que brotó del púlpito una mañana de tantos años atrás.
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